La traición de las imágenes
En su imaginaria campaña a presidente de la república en la década del 20,
Macedonio Fernández propuso la invención de dispositivos que produjeran una
ruptura en la convención material de nuestra vida cotidiana. Cucharas solubles,
escaleras con escalones irregulares, lapiceras pesadísimas, peines navajas de doble
filo instigarían a una reflexión sobre nuestro habitar mundano, vuelto imperceptible
por fuerza de la costumbre. A ese despertar suscitado por un asombro elemental lo
llamó “política”. Las obras de Leandro Erlich constituyen experiencias sensibles de
similar tenor, que hacen trastabillar nuestro concepto convencional de realidad. Sus
escenas están acechadas por lo fantástico: una piscina, un ascensor, una peluquería,
un jardín de invierno, la fachada de un edificio nos remiten a situaciones familiares,
insospechadas en principio de acoger toda irrealidad. Reconocemos esas formas al
instante y las asociamos a su función habitual. Pero hay en ellas algo perturbador.
Aunque algo nos prevenga –el hecho de estar sucediendo en un espacio museístico,
por ejemplo-, no estamos acostumbrados a que la percepción visual nos traicione. La
combinatoria que produce Erlich entre el mundo de las apariencias y la materialidad
instrumental nos pone ante un umbral crítico que interpela nuestras comodidades. Los
objetos que crea nos parecen conocidos, domésticos o reconocibles, pero en realidad
no lo son, pues pertenecen al mundo del arte y como tales se asientan en su propia
poética y en su inherente inutilidad práctica. La piscina no sirve para bañarse, los
espejos de la peluquería no nos reflejan y el ascensor no nos lleva a ninguna parte.
La potencia de interpelación de sus obras no termina cuando acabamos de ver,
analizar y desentrañar sus trucos y mecanismos; allí apenas comienza. Puesto que
producen una doble temporalidad: al transformarse ante nuestros ojos en obras de
arte, en tanto nos dicen en presente lo que no son mostrándose precisamente como lo
que aparentan ser, despliegan sus múltiples sentidos y sus infinitas derivas
potenciales en un futuro que ha de surgir de las interrogaciones que susciten.
Claramente no buscan dar respuestas, sino más bien formular preguntas.
Ante el encriptamiento de gran parte de las poéticas de las artes visuales
contemporáneas -que suscitaron entre otras cosas la aparición de mediadores diversos
y aproximaciones preeminentemente intelectuales y eruditas- , las obras de Leandro
Erlich nos proponen un retorno a la experiencia, a acercarnos a las obras de un modo
directo, despreocupado y sensual, sin prólogos ni advertencias. Tal como cuando
escuchamos una obra musical o miramos una película. Dejándonos llevar por lo que
la obra propone: vivir la experiencia. Pues su lenguaje plástico inmediatamente
inteligible, sus ideas transparentes y sus enunciados netos logran eficacia
comunicativa con prescindencia de todo hermetismo. Esa práctica reduce la distancia
entre el público -siempre un supuesto abstracto, pero real y contundente-, y las
producciones de arte contemporáneo, generando una conexión tan genuina como
profunda. Mientras miramos una película no estamos pensando todo el tiempo que
eso no es real, que son actores que están interpretando papeles escritos por alguien.
Por el contrario, intentamos sumergirnos en ese mundo y vivirlo con intensidad. Una
vez culminada la experiencia se irá activando y procesando en nuestra mente el
análisis de lo vivido: referencias, sentidos, conexiones, explicaciones, metáforas,
pasando así a otra instancia de apreciación. Erlich propicia entonces un regreso a la
“experiencia sensible”. Proponiendo, en una primera instancia, dejarse llevar por la
sensibilidad de la apariencia, que es el modo en el que aprehendemos el mundo, para
luego poner en entredicho nuestro propio sistema de decodificación de la realidad.
Pero no es un mago que esconde sus trucos, sino que nos invita a desentrañarlos para
pasar de una instancia de juego y espectacularidad a otra de silencio y reflexión. El
desentrañamiento del truco nos lleva a reflexionar sobre la construcción de sentido y
la idea de realidad.
La democracia del símbolo
En esta nueva obra, Leandro Erlich deconstruye uno de los símbolos más notorios de
Buenos Aires, el obelisco de Alberto Prebisch. Su propuesta es la fragmentación
virtual y la réplica real, que posibilite, en dos locaciones, distintas percepciones de la
obra emblema de la ciudad. Para llevar a cabo esta acción o desdoblamiento,
desmaterializa el ápice del obelisco de su lugar original en el cruce de las Avenidas 9
de Julio y Corrientes, y lo reconstruye con sus cuatro miradores en el playón del
Malba.
En diversas ocasiones el obelisco ha sido objeto de intervenciones artísticas o
reinterpretaciones. El propio Erlich propuso en 1994 la construcción de otro obelisco,
de las mismas dimensiones que el de Prebisch -67.5 m.- en una plazoleta de la Boca,
aunque su material, obedeciendo a la estética del lugar que resumía la historia
portuaria, sería de hierro oxidado. Pese a haber sido aprobado y consensuado con los
habitantes del barrio, la obra no llegó a concretarse.
Símbolo fálico de ascendencia hierática (los obeliscos fueron símbolos sagrados que
comunicaban el mundo humano con los dioses en el antiguo Egipto, y conmemoran,
como en Washington o en París, situaciones de carácter político militar) nuestro
obelisco es el gran panóptico, el ojo que todo lo ve, pero con una singularidad: nadie
está allí. Es un ojo virtual, vacío, un dios ausente el que mira, y que apenas puede ser
mirado o atisbado. Contrariamente a la estatua de la Libertad o a la Torre Eiffel, su
acceso no es público. De allí su potencia simbólica: es un ojo vaciado, que cualquiera
podría querer detentar.
Erlich propone con este proyecto un movimiento a dos bandas. Por un lado,
posibilitar al público la experiencia democrática –y artística- de ocupar el lugar de ese
ojo por un momento, y ver, mediante un dispositivo tecnológico, la ciudad desde ese
punto de vista privilegiado. Y por otro, seccionar ese ojo omnisciente, cegarlo,
decapitarlo: gesto no menos convulsionante, de carácter político, que ha de mover a
reflexión sobre nuestro vínculo con el poder.
Andrés Duprat
Buenos Aires, Marzo de 2015